Cuando llamé a Silvia, mi mujer, para decirle que la tradicional partida de Póker del viernes la teníamos que celebrar en nuestra casa, sabía que no le iba a gustar. Siempre jugábamos en casa de Andrés, el dueño de le empresa en la que trabajo, pero ese día era imposible hacerlo allí.
Como me imaginaba, a mi esposa le disgustó que la sesión de cartas tuviera que celebrarse en nuestra casa, lo noté claramente en su voz cuando se lo anuncié, pero seguramente no quiso contrariarme y no puso pega alguna.
A Silvia no le gustaba Andrés. Habíamos coincidido con él en algunas salidas y ella me había dicho que en más de una ocasión le había pillado mirándola a escondidas, en especial a sus tetas, y que siempre le daba la impresión de que la desnudaba con la mirada. Yo nunca me había percatado de tal circunstancia, e incluso, en mi opinión, él había mostrado con frecuencia signos de galantería que mi mujer había cortado de raíz con una actitud altiva y hasta a veces grosera.
Andrés no se había casado y a sus 47 años disfrutaba de una vida de plena libertad, apoyada por una buena economía. Además, era un tío delgado y alto, cerca del 1,80, de ojos azules y pelo canoso. Físicamente se mantenía bien pues hacía mucho deporte.
A la hora convenida se presentó Andrés acompañado de los otros dos invitados. Uno de ellos, que ya había participado en alguna sesión, era Juan, un andaluz de unos 50 años, que ya lucía una notable calvicie y una gorda barriga, muy simpático y bastante campechano. El otro participante era desconocido para mí y Andrés me lo presentó como Lucas. Era un hombre muy delgado, de pelo algo largo y oscuro, nariz aguileña y ojos negros y penetrantes, en el que destacaba el color aceitunado de su piel, demostrando una ascendencia claramente de origen gitano.
Los tres saludaron a Silvia, Andrés con un beso, pues ya la conocía, y los otros dos dándole respetuosamente la mano. Ella devolvió el saludo y tras desearnos suerte en la partida se fue a la salita de estar a ver la tele.
El juego se iba desarrollando con normalidad entre vasos de whisky, bromas, chistes y el constante parloteo de Juan y Andrés, mientras que Lucas participaba poco de las risas y chirigotas manteniendo un rictus más serio y concentrado en el juego.
Tras casi tres horas de timba y cuando ya ésta tocaba a su fin tuve la suerte de ligar una escalera de color máxima y, emocionado por la suerte que había tenido, hice una apuesta considerable. Cuando Andrés contestó subiendo aún más su apuesta los nervios se apoderaron de mí y sin dudarlo doblé la apuesta suya y él respondió aumentándola de nuevo. La situación se había vuelto tensa y todos estábamos concentrados en lo que estaba aconteciendo en la mesa.
En ese momento apareció Silvia para decirnos que se iba a dormir, pero, detectando la emoción que allí se respiraba, se acercó a mi lugar. Yo acababa de lanzar una nueva y más fuerte apuesta. Andrés, tras pensárselo un poco sacó un cheque bancario y escribió en él una cifra: 30.000 euros. La apuesta era demasiado para mi y comenté que no podría cubrirla.
En ese momento Silvia, que ya había visto mis cartas y también el cheque de Andrés, me susurró al oído:
– «No puedes abandonar ahora. Tienes unas cartas sin duda ganadoras».
Silvia, no tenemos tanto dinero. Si pierdo tendríamos que pedir un préstamo y luego pagarlo, y no estamos en condiciones de afrontar eso – le contesté, e iba ya a anunciar mi decisión final cuando ella, de nuevo al oído, me dijo:
– «Espera, ese dinero nos vendría de perlas, ya sabes, es una oportunidad única que no podemos rechazar».
Mi mujer se había metido de lleno en la partida. Ella en esos días andaba detrás de reformar varias zonas de la casa, algo a lo que yo siempre me había negado por cuestiones monetarias. Pero Silvia es una mujer perseverante, y busca siempre la manera de conseguir lo que se propone. En esos momentos veía la puerta abierta para conseguir su objetivo.
Como yo seguía dudando, aunque me inclinaba por rechazar el envite, me dio un nuevo apretón en el hombro empujándome a aceptar. Cuando, con un mar de dudas, negué con la cabeza ella me miró enfadada y, tras unos segundos, se dirigió directamente a Andrés:
– «¿Aceptarías mi coche para cubrir la apuesta?».
Andrés, sin inmutarse, contestó:
– «Silvia, yo ya tengo varios coches. ¿Qué interés puedo tener en el tuyo?».
– «Ya claro, tú tienes mucho dinero. Dudo que tengamos algo que ofrecerte».
En ese momento Andrés concentró su mirada en mi esposa, primero mirándola directamente a los ojos y luego descendiendo la vista a su busto que se realzaba desafiante bajo la blusa encarnada. Por primera vez noté en él esa mirada lujuriosa que tantas veces me había señalado Silvia y que yo me negaba a creer.
Silvia captó lo que Andrés le decía con los ojos y, sin pensárselo, se lanzó al ruedo.
– «Está bien, para igualar tu apuesta estoy dispuesta a entregarme a ti. Si aceptas y ganas seré tuya durante el resto de la noche. Si pierdes nos quedaremos con tu cheque».
Los cuatro nos quedamos de piedra ante el anuncio de mi mujer.
– «Un momento», balbuceé yo, y cogiendo a Silvia del brazo la giré hacia mí y le dije al oído:
– «¿Estás loca o qué?, ¿cómo se te ocurre hacer semejante apuesta?».
– «Cariño, no hay peligro alguno. Tienes unas cartas imposibles de superar y sé que Andrés la aceptará, aunque se arriesgue a perder ese dinero».
Reconozco que estaba confundido, mi mujer tenía razón en cuanto al hecho de que mis cartas eran maravillosas, pero en el póker que nosotros jugábamos, y desconozco si en el real es también así, no había una combinación de cartas insuperable. La escalera de color máxima, en teoría invencible, sólo podía ser superada por una escalera de color mínima. Es una regla que impide que nadie pueda sentirse seguro de ganar por muy buenas que sean sus cartas.
Andrés, ya repuesto de la sorpresa inicial y frunciendo el ceño, se dirigió a nosotros dos:
– «¿Estáis seguros de lo que acabáis de proponer?», y tras un breve silencio añadió:
– «Voy a hacer como que no he escuchado nada por si os lo queréis pensar mejor».
La patata caliente estaba de nuevo en nuestro tejado, pero Silvia estaba convencida, quizás demasiado, de la victoria y, mirándome fijamente, asintió levemente con la cabeza, lo suficiente para que yo me percatara de que quería seguir adelante. Su mente ya estaba planificando todas las cosas que iba a hacer con el dinero y yo sabía que si me negaba a seguir adelante me lo recriminaría en el futuro. Con un hilo de voz y un nudo en la garganta confirmé que mantenía la apuesta.
El envite estaba echado. Observé como Juan escondía la mirada hacia la mesa soltando aire, mientras que Lucas, serio e impasible como siempre, observaba a Andrés que era el siguiente que tenía que hablar.
Andrés repasó unos segundos sus cartas hasta que levantó la mirada hacia a Silvia que se mantenía a mi lado contemplando mis naipes. Debo reconocer que mi esposa es una mujer guapa, luce una melena lisa de color castaño natural, sus ojos son de color verde botella, con pestañas largas y cejas no demasiado pobladas, también de color castaño, como su pelo. Su boca, cuyo labio inferior es muy carnoso, y una nariz ligeramente achatada completaba unas facciones en su rostro dulces y redondeadas.
La mirada de Andrés era fija y penetrante y en ese momento si me pareció que la estaba desnudando con ella. Caí en la cuenta de que mi jefe ya tenía arriesgado su dinero antes de que nosotros contra apostáramos. No había para el riesgo añadido, pero se le ofrecía la oportunidad de gozar de un auténtico bombón y supe que no iba a rechazar semejante invitación.
Efectivamente, tras unos segundos que parecieron horas, Andrés se dirigió a mí:
– «Está bien, acepto. Si ganas te quedarás con el cheque y los 30.000 euros. Si pierdes tu esposa será mía el resto de la noche y se someterá a mis deseos. Te toca enseñar tus cartas».
Silvia me acarició el hombro en señal de satisfacción y yo empecé a mostrar mi jugada: 10, J, Q, K y As de diamantes. Juan no pudo evitar soltar un «Guauu» de sorpresa y hasta Lucas hizo una pequeña mueca de admiración, pero Andrés se mantuvo impasible y empezó a mostrar las suyas: 2, 3, 4, 5 de corazones. Miró a Silvia una vez más y pasándose la lengua por los labios enseñó la última carta que le quedaba, el As de corazones.
Mi corazón dio un vuelco mientras contemplaba, absorto, las dos tiras de cartas sobre la mesa. Juan observaba con incredulidad, Lucas se rascaba nerviosamente la nariz y Andrés me miraba con una media sonrisa. La baza era suya, su escalera batía a la mía. Entonces valoré el alcance de la apuesta. Silvia iba a ser suya y, de pronto, me vino la imagen de él follándosela. Me apareció una opresión en el estómago.
Cuando alcé la mirada hacia Silvia la vi sonriendo nerviosamente y sólo al ver mi rostro se dio cuentas de que algo iba mal.
– «¿Qué pasa? ¿Has ganado, no? Tu escalera es mayor que la suya», dijo con toda confianza y seguridad.
Yo ya no podía ni hablar, y fue Juan el que replicó a mi mujer:
– «La escalera mínima es la única que supera la máxima. Son las reglas del Póker. ¿No lo sabías? Andrés ha ganado la apuesta».
Silvia me miró y yo asentí con la cabeza confirmando las palabras de Juan. Cuando ella miró a Andrés, éste la contemplaba embelesado. Los ojos de él le decían que había ganado e iba a disfrutar de ella plenamente lo que quedaba de noche. Mi esposa no pudo evitar sonrojarse ante la fija mirada de Andrés y yo volví a imaginármelos follando.
El silencio se apoderó del salón hasta que la propia Silvia con claros signos de nerviosismo lo interrumpió:
– «Mira Andrés, te pagaremos los 30.000 euros de la apuesta y todo zanjado ¿De acuerdo?».
Andrés contestó con toda la tranquilidad:
– «Os di la oportunidad de echaros atrás y no lo hicisteis. Apostasteis fuerte y tengo intención de cobrar. No te haré ningún daño, te lo prometo, pero a partir de este momento vas a estar a mi entera disposición».
Y tomó su vaso de whisky, dio un sorbo y se puso a juguetear con las cartas que esa noche le habían obsequiado con un triunfo totalmente inesperado
Sus palabras me golpearon de nuevo, pero sobre todo afectaron a mi esposa a la que sentía respirar junto a mí muy agitada. Fue Juan quien levantándose rompió la tensión que se mascaba en el ambiente:
– «Bueno chicos, creo que por hoy ya está bien, voy a llamar a un taxi y me vuelvo a casa; ¿Vienes Lucas?».
Antes de que Lucas respondiera intervino Andrés:
– «Donde vais a encontrar un taxi a estas horas de la noche. Os he traído yo y os volveréis conmigo», y dirigiéndose de nuevo a Silvia, añadió:
– «No vamos a tardar mucho en lo que tenemos que hacer, ¿verdad Silvia?».
Apareció en ella un claro semblante de rabia, y dándose la vuelta se dirigió sin mediar palabra hacia la cocina. Andrés sonreía viendo la reacción de mi esposa. El enfado de Silvia le estaba dando sin duda un añadido morbo a lo que él ya tuviese pensado hacer con ella.
Me levanté y también yo fui a la cocina. La encontré ligeramente reclinada sobre el fregadero con un vaso de agua en la mano y muy pensativa.
– «¿Por qué no me dijiste que podíamos perder?», me dijo cuando me acerqué a ella.
– «Creía que conocías las reglas. Además, fuiste tu quien hizo la apuesta sin consultármelo».
– «¿Y si me niego a cumplir lo pactado?».
– «Es mi jefe y sabes que puede ponernos en problemas. Ya has oído que tiene que llevar a casa a los otros dos. Te echará un polvo rápido y todo habrá terminado».
Hablarle así a Silvia estaba siendo una pesadilla porque de mi mente no desaparecía la imagen de ella con Andrés follándola salvajemente.
– «Está bien, espero que tengas razón».
Y tras terminar el vaso de agua se dirigió de nuevo al salón. En su serio semblante se denotaba la turbación que le producía el saber que en pocos minutos estaría en los brazos de otro hombre.
Cuando regresamos al salón nuestros tres invitados se habían servido otra copa. Juan y Lucas estaban sentados en uno de los dos sofás, mientras que Andrés trasteaba junto a la cadena de música entre los compactos de música. Silvia, excusándose, se dirigió al aseo principal de la casa y yo, tras coger mi bebida me senté, cada vez más nervioso, entre Juan y Lucas.
Este último se me acercó y me dijo al oído:
– «No entiendo como has consentido en entregar a una mujer tan espléndida como tu bella esposa. No te enfades, pero reconozco que me hubiera gustado tener yo las cartas de él».
Y tras su comentario se echó un sorbo de whisky a la garganta.
No tuve ganas de contestarle en ese momento. Sabía que tendría que intentar conversar con ellos mientras Andrés se llevaba a mi mujer a una de las habitaciones para hacerla suya. La bebida no calmaba mi boca seca y sabía que la espera iba a ser interminable.
Andrés eligió finalmente un Cd y una música suave comenzó a brotar de los altavoces. Se sentó en el otro sofá y, con su copa en la mano, esperó el regreso de Silvia, el inesperado premio que le había ofrecido una inocente partida de póker.
Al cabo de un rato, en el que reinó un absoluto silencio, ella regresó al salón. Silvia es muy coqueta y se había arreglado para recibir a nuestros visitantes. Estaba preciosa con su falda beige tableada que le llegaba a la altura de las rodillas y la blusa color carmesí cuya apretura hacía resaltar sus pechos. Unos zapatos negros de medio tacón completaban su figura. No sabía la causa, pero me parecía más guapa que nunca y a Andrés le debía parecer lo mismo pues se la comía con la mirada.
Silvia se quedó junto a la puerta de entrada al salón, quieta y avergonzada, esperando el temido momento en el que Andrés fuera a buscarla.
Finalmente, él se levantó, nos indicó que cogiéramos de la mesa de centro nuestras copas y la apartó a un lado. Luego se aproximó al lugar donde ella estaba y le cogió la mano, pero cuando todos esperábamos que abandonaran el salón, apagó la luz principal dejando sólo la de la pantalla de mesa situada en la esquina de la ele que formaban los dos sofás de nuestro salón. Con la vista puesta en Silvia comentó en voz alta:
– «Vamos a bailar un poquito. La música nos relajará».
Agarrando a Silvia por la cintura, la atrajo hacia él y empezaron a bailar, justo delante de nosotros tres. Silvia le puso sus brazos en los hombros y, mirando hacia el suelo, empezó a moverse al compás de la melodía. El ambiente de luz tenue existente y la calidez de la melodía creaban realmente un efecto relajante y a todos nos vino bien, sobre todo porque Silvia y Andrés empezaron a bailar simplemente como amigos.
Pero a Andrés debía hacérsele muy difícil mantenerse bailando a distancia de Silvia sabiendo que ésta estaba a su entera disposición y poco a poco comenzó a arrimar su cuerpo al de ella. Mi mujer ya se lo esperaba y no puso obstáculos al acercamiento. Cuando los dos cuerpos se rozaron finalmente, Silvia encogió ligeramente su pelvis. Sin duda Andrés tenía su pene en erección y ella ya lo había notado.
La escena fue calentándose por momentos, buscando él la mayor proximidad a mi esposa y reculando ella para evitarlo. Me pareció que Andrés había perdido de vista el hecho de que estábamos nosotros allí contemplándolo todo y, sin reparo alguno, bajó sus manos de la cintura al trasero de mi mujer, apretándolo contra su entrepierna sin que ella pudiera ya separarse. Cuando los vi totalmente juntos pensé que era preferible marcharnos, pero tanto Juan como Lucas contemplaban embelesados el baile, de modo que no dije nada.
Cuando Andrés comenzó a recoger con sus dedos la tela de la falda de Silvia y está empezó a deslizarse hacia arriba ella paró e intentó apartarse para protestar:
– «¿Qué haces? ¡Aquí no, delante de ellos no!».
Andrés la miró y sin contestar la atrajo de nuevo hacia él. Ella intentó rebelarse separándose de nuevo:
– «¡Basta ya!», le reprendió con seriedad.
La categórica respuesta de él nos sorprendió a todos:
– «Me apetece seguir aquí y no me importa que ellos estén delante, además así podrán ver como cobro mi apuesta. Si quieren irse que lo hagan. Tú sigue bailando».
Y apretándola de nuevo contra el comenzó de nuevo a recoger entre sus manos la falda que había caído cuando ella se había apartado. Cuando al girar Silvia nos ofreció la parte posterior de su cuerpo la maniobra de Andrés ya había dejado al desnudo la mitad de sus muslos. Medio giro después los ojos de Silvia se encontraron con los míos y noté en su mirada el ruego de que abandonáramos el salón.
Tanto Juan como Lucas me miraron esperando que me levantara para irnos, pero mi cabeza no hacía más que pensar en esos momentos en las palabras de Andrés. Lo lógico era abandonar el salón para no ver lo que se avecinaba, pero por otro lado era evidente que podía ser peor imaginármelo sin saber nunca la auténtica realidad. Además, quedarme me ofrecía la gran ventaja de poder ver las reacciones de Silvia. Miré a mis dos acompañantes y luego giré de nuevo la vista al frente. El siguiente encuentro con los ojos de mi mujer reflejaban su despecho por mi actitud de mirón.
Andrés se iba excitando por momentos y no tardó en terminar de subir la falda enrollando la tela en la cintura. Apretándose aún más a Silvia puso sus dos manos sobre las bragas y empezó a recorrer su trasero por encima de ellas. La comenzó a besar en el cuello y en el siguiente giro sus manos trasladaban los extremos de las bragas hacia el centro de sus nalgas. Un giro más y éstas aparecían ya como si fueran un tanga, mientras que Andrés pellizcaba y manoseaba la suave piel de los cachetes desnudos de su trasero.
Él buscó besar la boca que se escondía en el rostro agachado de mi avergonzada mujer. Le costó conseguirlo, pero ella, resignada, al final tuvo que ceder. Cuando sus lenguas se entrelazaron él se encendió aún más, pero, sorprendentemente, a los pocos instantes dejó de besarla y separándose un poco de ella se quedó quieto durante unos segundos. Luego se aproximó de nuevo a mi mujer y poniéndole las manos en los hombros la giró, lentamente, media vuelta. Volvió a apretarse contra ella y comenzó a bailar de nuevo haciendo notar a Silvia su erección, esta vez en el trasero.
Ella sintiéndose frontalmente observada por completo por nosotros volvió a agachar avergonzada el rostro mientras que Andrés, tras pasarle sus manos por los pechos, sobre la blusa, las bajó y metiéndolas directamente bajo la falda, que frontalmente aún cubrían la mitad de los muslos, empezó a subir hacia su coño.
Cuando Silvia notó los dedos de Andrés pasearse por su vulva sobre la braga instintivamente se encorvó, lo que originó que el erecto miembro de él se apretara por completo al culo de ella. Andrés paró de nuevo y exclamó:
– «No puedo más, me pones a tope, tengo que follarte».
Con celeridad se bajó la cremallera del pantalón sacando al exterior una polla erguida y de buen tamaño. Silvia, medio encogida y con un hilo de voz volvió a protestar:
– «Por favor, no lo hagas aquí. Vamos a una habitación».
– «No puedo esperar más, te deseo, tengo que metértela ya».
Y acercando su picha al trasero de mi mujer, comenzó a apartar la braga para poder abrirse paso hacia el coño de ella. Silvia le dijo entonces:
– «Ten cuidado, no tomo pastillas y podría quedarme embarazada».
Andrés dudó unos instantes y mientras con una mano se masturbaba bajó la otra al bolsillo trasero de su pantalón. Con habilidad maniobró en la cartera con una sola mano para extraer un preservativo que agarró entre sus dientes. Guardó de nuevo la cartera y tras romper el envoltorio ajustó el condón a su verga. Se la meneó un par de veces más y se arrimó de nuevo a Silvia apartando de nuevo la braga y buscando la entrada de su cueva. No le fue fácil por la posición de ambos y por tener ella las piernas cerradas, pero tras tantear varias veces le introdujo su inflamado cipote y apretó su cuerpo al de ella.
Silvia no estaba excitada y se quejó por la rápida penetración que le dolió. Andrés bombeó un par de veces y se frenó en seco con claros rasgos de sufrimiento en su rostro. Tras mantenerse parado unos segundos dio un golpe de caderas hacia delante que empujó a mi esposa hacia el sofá vacío, haciendo que apoyara sus manos sobre el respaldo.
Continuó follándosela unas pocas veces y resoplando se pegó a ella con un último empujón. Se estaba corriendo. Entonces entendí la causa de su urgencia y sus paradas. Su grado de excitación era tal, que no podía aguantar mucho tiempo sin venirse. Eso me extrañó, pues la idea que tenía de Andrés y de su forma de vida no coincidía con lo que acababa de pasarle.
Cuando sus espasmos terminaron Andrés se retiró de dentro de ella, exclamando que había sido maravilloso. Sin embargo, pese a sus palabras, le noté contrariado por lo que le había pasado. En el fondo los tres espectadores estábamos decepcionados. Todo había ido muy deprisa y en realidad él apenas había podido gozar del sensual cuerpo de Silvia. La calidez del ambiente y las expectativas que se abrían invitaban a una sesión de sexo morboso, pero la eyaculación precoz de Andrés parecía haber roto el encanto de la situación.
Andrés sacó su miembro de ella y se sentó en el sofá. Silvia abandonó su incómoda posición y se sentó junto a él. Sus expresiones eran muy distintas. Mi mujer escondía su cara entre las manos, avergonzada por haber sido jodida, y más aún en mi presencia y en la de los dos individuos que había conocido esa misma noche.
Andrés por su parte con los brazos sobre el respaldo del sofá, y con la vista al techo, recuperaba el resuello tras su rápida corrida. La música seguía sonando, pero ninguno teníamos claro que hacer a partir de ese momento. El propio Andrés fue el primero en reaccionar y quitándose el preservativo lo cogió por la abertura entre los dedos y se dirigió a Silvia, que estaba a su lado:
– «Toma Silvia, tira esto a la basura».
Ella apartó las manos de su rostro para ver a qué se refería él. Cuando vio el presente que le enseñaba hizo una mueca de repugnancia y dijo:
– «No pretenderás que sea yo quién lo haga. ¿Por qué no lo tiras tú?».
Andrés la miró extrañado y con una maliciosa sonrisa alzó el condón que contenía su reciente eyaculación a la altura de los ojos de ella. Entonces comenzó a acercárselo lentamente.
– «¿Qué haces? – protestó – ¡Para ya!».
El ni se inmutó y continuó acercándole el globito. Silvia comenzó a recular en el sofá hacia el extremo más cercano a nosotros a le vez que él se estiraba para acercarse cada vez más a mi mujer. Llegó un momento en que ella quedó medio tumbada y recostada sobre el brazo del sofá, sin poder retroceder más. Andrés amplió su sonrisa, situó el condón justo encima de su rostro y le preguntó socarronamente:
– «¿Qué pasa Silvia?, ¿no te gusta?».
– «¡Eres un asqueroso!», contestó ella.
– «Vamos. No te enfades, al fin y al cabo, esto es obra tuya».
Silvia cerraba los ojos, pero los abría de inmediato ante el desconocimiento de lo que pretendía hacer Andrés. Él movía con ritmo pendular a escasos centímetros de su cara el transparente envoltorio que contenía su leche recién derramada y cuya consistencia podíamos observar pese a la tenue luz de la pantalla que iluminaba la habitación.
Luego, mientras lo mantenía sujeto por la abertura, cogió la base con los dedos de lo otra mano y empezó a subirla para ponerlo en posición horizontal. Silvia adivinó la intención de Andrés y de inmediato se cubrió la cara con ambas manos, aunque eso no podía evitar, si era el deseo de Andrés, que la mojara.
– «Vamos Silvia, ¿de verdad que no quieres tirarlo tú por el inodoro? Puedo manchar el sofá si se me derrama aquí mismo».
Andrés empezaba a mostrar un aspecto desconocido para mí. Se estaba mostrando soez y grosero con mi mujer, algo que no encajaba en la opinión que yo tenía de él. Estaba cada vez más convencido de que su temprana corrida, y encima delante de nosotros, le había realmente afectado y lo estaba pagando con ella. Intenté librar a Silvia de su suplicio dirigiéndome a él:
– «El baño está junto a la puerta de entrada».
Y con un gesto y una fingida sonrisa le di a entender que acabara con eso.
Andrés fijó su vista en mí durante unos segundos, con desafío, pero yo no cedí y finalmente se incorporó y salió del salón con su preservativo en la mano.
Tanto yo como mis dos acompañantes intuíamos que el polvo no había sido suficiente para Andrés y no nos movimos. Silvia, en cambio, debió pensar que la apuesta estaba cobrada y una vez recuperada del susto, adecentó su ropa y, sin atreverse a mirarnos, se levantó para irse. Al llegar a la puerta se topó con Andrés que regresaba, ahora ya con las manos vacías.